La Cuaresma dura 40 días; comienza
el Miércoles de Ceniza y termina el Domingo de Ramos, día que se inicia la
Semana Santa. A lo largo de este tiempo, sobre todo en la liturgia del domingo,
hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo de verdaderos creyentes que
debemos vivir como hijos de Dios.
El color litúrgico de este tiempo
es el morado que significa luto y penitencia. Es un tiempo de reflexión, de
penitencia, de conversión espiritual; tiempo de preparación al misterio
pascual.
La duración de la Cuaresma está
basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. En ésta, se habla de los
cuarenta días del diluvio, de los cuarenta años de la marcha del pueblo judío
por el desierto, de los cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, de
los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida
pública, de los 400 años que duró la estancia de los judíos en Egipto.
En la Biblia, el número cuatro
simboliza el universo material, seguido de ceros significa el tiempo de nuestra
vida en la tierra, seguido de pruebas y dificultades.
La práctica de la Cuaresma data
desde el siglo IV, cuando se da la tendencia a constituirla en tiempo de
penitencia y de renovación para toda la Iglesia, con la práctica del ayuno y de
la abstinencia.
Conservada con bastante vigor, al
menos en un principio, en las iglesias de oriente, la práctica penitencial de
la Cuaresma ha sido cada vez más aligerada en occidente, pero debe observarse
un espíritu penitencial y de conversión.
Si tenemos la gracia de seguir
felices en la casa paterna como hijos y amigos de Dios, la Cuaresma será
entonces un tiempo apropiado para purificarnos de nuestras faltas y pecados
pasados y presentes que han herido el amor de ese Dios Padre; esta purificación
la lograremos mediante unas prácticas recomendadas por nuestra madre Iglesia;
así llegaremos preparados y limpios interiormente para vivir espiritualmente la
Semana Santa, con todo la profundidad, veneración y respeto que merece. Estas
prácticas son el ayuno, la oración y la limosna.
Ayuno no sólo de comida y bebida,
que también será agradable a Dios, pues nos servirá para templar nuestro
cuerpo, a veces tan caprichoso y tan regalado, y hacerlo fuerte y pueda así
acompañar al alma en la lucha contra los enemigos de siempre: el mundo, el
demonio y nuestras propias pasiones desordenadas. Ayuno y abstinencia, sobre
todo, de nuestros egoísmos, vanidades, orgullos, odios, perezas, murmuraciones,
deseos malos, venganzas, impurezas, iras, envidias, rencores, injusticias,
insensibilidad ante las miserias del prójimo. Ayuno y abstinencia, incluso, de
cosas buenas y legítimas para reparar nuestros pecados y ofrecerle a Dios un
pequeño sacrificio y un acto de amor; por ejemplo, ayuno de televisión, de
diversiones, de cine, de bailes durante este tiempo de cuaresma.
Ayuno y abstinencia, también, de
muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción de los sentidos; ayuno
aquí significará renunciar a todo lo que alimenta nuestra tendencia a la
curiosidad, a la sensualidad, a la disipación de los sentidos, a la
superficialidad de vida. Este tipo de ayuno es más meritorio a los ojos de Dios
y nos requerirá mucho más esfuerzo, más dominio de nosotros mismos, más amor y
voluntad de nuestra parte.
Limosna, dijimos. No sólo la
limosna material, pecuniaria: unas cuantas monedas que damos a un pobre mendigo
en la esquina. La limosna tiene que ir más allá: prestar ayuda a quien
necesita, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que nos lo pide,
compartir alegrías, repartir sonrisa, ofrecer nuestro perdón a quien nos ha
ofendido. La limosna es esa disponibilidad a compartir todo, la prontitud a
darse a sí mismos. Significa la actitud de apertura y la caridad hacia el otro.
Recordemos aquí a san Pablo: “Si repartiese toda mi hacienda...no teniendo caridad,
nada me aprovecha” (1 Corintios 13, 3). También san Agustín es muy elocuente
cuando escribe: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en
el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón,
aún cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna”.
Y, finalmente, oración. Si la
limosna era apertura al otro, la oración es apertura a Dios. Sin oración, tanto
el ayuno como la limosna no se sostendrían; caerían por su propio peso. En la
oración, Dios va cambiando nuestro corazón, lo hace más limpio, más
comprensivo, más generoso...en una palabra, va transformando nuestras actitudes
negativas y creando en nosotros un corazón nuevo y lleno de caridad. La oración
es generadora de amor. La oración me induce a conversión interior. La oración
es vigorosa promotora de la acción, es decir, me lleva a hacer obras buenas por
Dios y por el prójimo. En la oración recobramos la fuerza para salir
victoriosos de las asechanzas y tentaciones del mundo y del demonio. Cuaresma,
pues, tiempo fuerte de oración.
Miremos mucho a Cristo en esta
Cuaresma. Antes de comenzar su misión salvadora se retira al desierto cuarenta
días y cuarenta noches. Allí vivió su propia Cuaresma, orando a su Padre,
ayunando...y después, salió por nuestro mundo repartiendo su amor, su
compasión, su ternura, su perdón. Que Su ejemplo nos estimule y nos lleve a
imitarle en esta cuaresma. Consigna: oración, ayuno y limosna.
Extraído de:
http://www.iglesiacatolica.org.pe/cuaresma-2018/tema_02.htm